La conserjería del Club era una romería y
el único mozo trajinaba hacia todos los rincones; busqué, en una de sus
pasadas, un gesto de fastidio mal disimulado entre la boca y las cejas, pero
no, al tipo parecía no molestarlo el barullo y la confusión. Yo no era de la
ciudad pero tenía buenos amigos en Casilda, y uno de ellos me llevó a matar
minutos a la sede social del club Alumni.
Nos sentamos en una mesa larga
dispuesta para la charla y la televisión, así que sin darme cuenta, pronto
estuve enfrascado en conversaciones ajenas en las que me limitaba a afirmar con
la cabeza cuando el asunto lo requería, o sonreír beatífico si no quería
discrepar. No es que me molestara la polémica, pero un recién llegado debe
respetar ciertos códigos, y no me pareció que correspondiera clavar alguna
opinión punzante antes de acabado el primer Gancia.
Sobre
la pared que daba al gimnasio se recostaban los armarios que exhibían trofeos
de distintos tamaños, prueba de un pasado glorioso que todo Club posee, y
Alumni no era la excepción. En la misma pared, del otro la de la puerta que la
dividía en dos, colgaban las fotos de deportistas seguramente caros al
sentimiento albirojo: caras sonrientes para el patín y la natación, gestos
adustos y fieros en las formaciones de fútbol, sin importar si se trataba de la
primera campeona en 1981 o la sexta división de un año que no advertí. En una
de las formaciones retratadas reconocí al “Negro” y pregunté a mis casuales
compañeros de mesa, mucho más por curiosidad que por cortesía, acerca de la
suerte que la vida le había reservado.
El
primero en contestar fue un tipo de voz peculiar, entre ronca y pastosa, que apuraba con
entusiasmo una combinación de aperitivos que, imaginé, debía figurar como
prohibida en algún catálogo de la Organización Mundial
de la Salud.
– Ahí está, bien. Qué sé yo, ... como
todos, peleándola con el almacén de los viejos, pero bien. Ese sí que la hizo
bien.
Yo
acoté que pelearle a la vida era una cuestión que venía con el pasaporte
argentino, junto con la imagen del escudo, y arranqué un par de sonrisas que
ayudaron a que dos socios se arrimaran a la conversación.
-
Se la rebusca. Siempre se la rebuscó bien- dijo uno de los
nuevos, medio rubio y con una calvicie que venía ganado por goleada. –Tiene
cierta facilidad para los negocios, así que siempre encuentra alguna
oportunidad- agregó.
-
¡Especialmente con las minas!- dijo un tercero, mientras se
tocaba los pelos de una barba tipo candadito, a lo Batistuta, de la que parecía muy orgulloso.
Así me contaron,
años más años menos, que El Negro había hecho su vida en la ciudad después de
un paso por Rosario para probar qué era eso de la vida de estudiante, y luego
siguieron una serie de anécdotas y hazañas juveniles ganadas con esfuerzo, donde
el sexo opuesto aparecía con frecuencia. También se recordó al jugador. El
Negro había sido defensor y siempre hubo grandes expectativas para cuando
llegara a la primera del Club.
-
Creo que conozco una historia del Negro en el fútbol – dije-
Un día en que Alumni jugó con Huracán de Chabás, el cuadro de Cooper,
¿no?- Las cabezas afirmaron en coro,
pero yo ya sabía la respuesta, la pregunta era solo para ganar puntos con los
muchachos y porque así son los códigos; no puede caer uno y saber todo, al menos
no antes de terminado el primer Gancia, que ya se moría en los vasos de todos.
Con la mirada dentro del vaso vacío, dejé caer el anzuelo.
-
Contala, dale contala
– apuró el de la voz ronca y pastosa. Así que con poca audiencia y mucho
murmullo de ambiente, empecé el relato. ¿Ya comenté que mi vieja era profesora
de literatura? Bueno, lo es, de ella saqué el gusto por la lectura y de mi viejo, el placer de contar historias. La
pasión por el fútbol vino con mis amigos y los potreros del pueblo donde me crié.
Era un domingo
primaveral – Inicié - y El Negro había tenido un sábado habitual, de esos que
incluían asado y vino con los amigos, algunas horas en el bar del centro con su
novia, la vuelta a casa de los padres de ella y un zaguán feroz, de esos que te dejan con la ropa amontonada y en lugares
tan inesperados que aún teniendo la remera puesta uno no la encuentra. Después
de la despedida obligada “porque mañana
tengo que jugar”, El Negro se encaminó decidido a “Arquus”, la confitería de la
ciudad, y se reencontró con los facinerosos de sus amigos para comentar las
peripecias de la noche. Era obvio que estaba expuesto a ser visto por una doble
vigilancia: los controles endebles del cuerpo técnico del Club y la aguda
guardia montada por las amigas de su novia, cuya simpatía difícilmente podría
haberse ganado, más aún cuando aquella noche se fue con una gringa que lo había
esperado impaciente. Que se enterara su novia no le preocupaba, ya inventaría
algo; pero con el Club era distinto. No le preocupaba su rendimiento deportivo,
pero el técnico era amigo de la familia de toda la vida y hay códigos que
mantener. Aunque no respetaba la veda sabatina, tampoco era cuestión de que se
enterara todo el mundo. “Códigos de vestuario”, decía El Negro con seriedad y convencimiento.
Cuando cruzó la
plaza de regreso a su casa, clareaba, por no decir que ya era día puesto y
mientras el párroco consagraba las Hostias en la misa de las siete, El Negro
caía demolido en su pieza.
En ese momento
detuve el relato y el de barbita tomó uno de los vasos vacíos de la mesa y lo
levantó agitándolo hacia la barra mientras con la otra mano trazaba un círculo
en el aire que nos envolvía a todos. La mesa esta separada de la barra por una
distancia no superior a dos pasos, y hubiera sido más fácil pedir otra vuelta
de Gancia sin necesidad de elevar la voz; pero el gesto no sólo era un pedido,
era también una señal de confianza con el conserje. Códigos de salón que todos
respetamos.
La interrupción me
sirvió para subir la expectativa, y continué:
Cuando la madre lo
despertó, El Negro sintió un hormigueo en todo el cuerpo que no era buen
presagio Ya en la mesa, los tallarines
le parecieron cordones de cuero y, durante todo el almuerzo sintió los dos ojos
de El Negro grande, su papá, clavados en
el sentimiento de culpa que lo acosaba. No hablaron, y cuando su hijo se despidió para a ir a la
cancha, le revolvió el pelo y le dijo: “Hoy te voy a ver”.
¡Para qué! Eso lo
descolocó definitivamente y cuando llegó a la cancha El Negro se fue derecho a
ver a Batata. El técnico se aprestaba a dar la charla técnica y perseguía a sus
dispersos jugadores con la experiencia de un arriero patagónico.
Entre su casa y
“Plaza Simonetta”, que era la manzana donde se emplazaba la vieja cancha de
Alumni, El Negro había elaborado un plan de emergencia. La relación con su
padre no era un camino tapizado por pétalos de rosa, pero “el viejo es el
viejo”, pensaba, y no podía permitir que lo viera hacer papelones dentro de la
cancha. El Negro padre también había jugado al fútbol.
-
Batata, tenemos que hablar-, la voz del negro era un gruñido
apenas perceptible y los ojos grises de Batata lo miraron con curiosidad. –
Mandame al banco que hoy no estoy para jugar- El pedido fue casi una súplica.
-
Dejate de joder- replicó Batata, - No nos jugamos nada pero
Huracán viene bien y de locales tenemos nuestras obligaciones. Vos sabés,
además hoy ...
El Negro lo cortó
en seco: “Viene mi viejo a la cancha y no quiero amargarle el domingo. Por
favor te pido, mandame al banco que no estoy para el sol de hoy. Mirá qué sol;
¿podés creer? ¡ni que fuera diciembre!”
Batata lo rodeó con
el brazo y le mostró el vestuario visitante
al tiempo que decía: “Ves al de la cabeza canosa, el de cabeza de ajo?”
El negro afirmó con la cabeza. ¿Cómo se llama el Señor de las canas, que dicho
sea de paso es amigo mío y conocido de tu viejo? En ese instante, el del pelo
canoso se dio vuelta y reveló la identidad de un viejo alumnista que trabajaba
en el fútbol grande, en Rosario.
-
El Coque- dijo El Negro, -¿Qué carajo hace acá?
-
A vos no te viene a ver, quedate tranquilo- Batata masculló
una sonrisa irónica. -Viene a ver al pibito de Chabás, el puntero ese que es
más rápido que René Laván con las cartas.
-
¿Y?
-
Que lo vas a marcar vos. No me podés fallar - sentenció.
Mientras Jorge
Bernardo Griffa hablaba con un chico muy joven con la camiseta de Chabás, El
Negro sentía que se le aclaraba la piel, y cuando entró al vestuario a
cambiarse, las medias blancas le combinaban con el gris del rostro. No era
miedo, al menos yo lo llamo “síndrome de responsabilidad tardía”, algo muy
argentino.
El calentamiento
previo fue el normal, tranquilo; pero El Negro transpiraba mares por la frente
y la espalda, y cuando se prepararon para salir al campo, el sudor era una
mortaja fría que ya le cubría el cuerpo entero.
La hinchada de
Alumni era una fiesta, y si bien el equipo transitaba una posición expectante
en la tabla, ni lejos ni cerca de los punteros, los “alazanes” -así se los
llamaba- desplegaron todo el folclore de su pintoresca localía. Cuando la fila
india de jugadores se lanzó en estampida al círculo central, la lluvia de
papelitos de la cabecera fue estremecedora. Mientras, el aire se llenaba con
las estrofas gloriosas que rezaban “Será siempre El Pata Blanca, el campeón del
oficial”.
En la otra
cabecera, los de Huracán sonreían confiados, venían punteros junto con los dos
de Arequito y, además, el pibito la estaba rompiendo, hasta el punto que se
rumoreaba que esa mañana, cerca de las ocho, Jorge Griffa se había aparecido en
la casa de la familia junto con un ayudante y, durante horas y horas,
presentaron a todos de las ventajas de jugar en la Lepra rosarina. Incluso se
decía que el loco callado que acompañaba a Griffa conocía las estadísticas del
veloz puntero chavatense, como si fueran publicadas todas semanas en “El
Gráfico”. Y más aun: se decía que Griffa “estaba” en la cancha.
Los jugadores
evolucionaban sobre el campo en distintas direcciones en una especie de locura
admitida, ya que cada uno realizaba una veloz
y corta carrera en cualquier dirección, como si una descarga eléctrica
los alcanzara repentinamente. De reojo todos miraban al rival que andaba en
cosas parecidas, y mientras algunos zapateaban con firmeza, como queriendo
comprobar la solidez del suelo, otros se contorsionaban en cabriolas que buscaban flexibilizar la
masa muscular.
El Negro se dirigió
silencioso hacia la punta derecha de la defensa local y mientras buscaba
ubicarse, “relojeaba” el alambrado. El otro Negro, su viejo, ya estaba prendido al tejido, y los ojos
entornados de los dos se encontraron por un instante. El más joven parpadeó y
buscó concentración inspeccionando el terreno que sería su valuarte; la
evaluación le provocó un imperceptible respingo, cerca de la línea de cal la
cancha estaba pelada; recién a medio
paso hacia el centro empezaban a aparecer unas matas que se iban incrementando
hasta tejer un duro tapiz y, ¡atención!, a la altura del área chica un manchón
de trébol verde y fresco ocupaba una buena franja perpendicular a la raya de
fondo.
El árbitro, de
riguroso negro -tal como se estilaba- se paró en el círculo central. Era un
criollo de mediana estatura y con el pelo engominado, incluso podría pensarse
que más que fijador se había dado una mano de alquitrán. Miró inquieto hacia la
zona de vestuarios y, luego, al rubiecito del “Globo”. El pibito tenía que
lucirse por necesidad y, en consecuencia, su arbitraje tenía un problema por
obligación, ya que los locales venderían cara la función que le tocaba
administrar. Se fijó en el “cuatro” local, un morocho pintón que lucía flaco
para ser marcador central y un poco grandote para marcador de punta. Encima, en
los resoplidos nerviosos que dejaba escapar, Juárez -así se llamaba el juez-
advirtió que El Negro estaba lejos de una condición física óptima y pensó para
sí mismo “No termina los noventa ni a palos”.
Maquinalmente
comprobó que en cada bolsillo, una tarjeta amarilla y otra roja, estaban listas
para ser desenfundadas. Luego se fijó en la nutrida parcialidad local y
finalmente, su mirada se clavó en los dos policías que charlaban a la altura de
los respectivos bancos de relevos. Los uniformes, ayer azules hoy celestes de
tantas lavadas, no podían ocultar dos prominentes barrigas.
Con el rabillo del
ojo vio que los líneas habían terminado con el rito de controlar la salud de
las redes y ya se ubicaban en sus posiciones. Inspiró fuerte y clavó un pitazo
que hizo girar las cabezas de casi todos los presentes.
Mientras la moneda
revoloteaba en el aire como una mariposa cromada, El Negro empezó a estudiar al
rubio que lo miraba desde la frontera de medio campo. Se notaba que era todavía
un chico, que le faltaba crecer y desarrollarse. También se notaba en él una
confianza tremenda, cimentada en la rapidez de su gambeta demoledora y en una zurda
acostumbrada a trazar filigranas
elegantes.
Los chabatenses
ganaron el sorteo y eligieron saque. El referí miró al capitán alazán y espetó:
“¿Arco?” El rojiblanco miró hacia el arco que ya ocupaba su guardameta; siempre empezaban jugando
sobre esa cabecera de la plaza Simonetta.
Cada equipo ocupaba
ya su campo; Alumni vestía pantalón rojo, camiseta ajustada al torso con anchas
franjas rojas y blancas y por supuesto, medias blancas; todo blanco y finos
vivos rojos para la visita.
En la boletería se apiñaban
los remolones que habían llegado tarde por quedarse dormidos, culpables en su
mayoría de una noche prolongada, quienes, cuando un rugido multitudinario saltó
los tapiales de la cancha, comprendieron que el partido había empezado.
Las primeras jugadas
fueron ganadas por esa confusión que genera la excitación y el nerviosismo del
comienzo y las imprecisiones eran seguidas por la muchedumbre con tempranos
suspiros de desilusión cuando los intentos no prosperaban. El negro veía la
cosa de lejos ya que el juego no había derivado hacia su sector. Mientras
tanto, el pibe de Chabás parecía desconcentrado y seguía alternadamente lo que
pasaba tanto en la cancha como el espectáculo de las tribunas. El negro se
alegró; quizás el marco había impactado al chico, más aun con la presencia de
quienes venían a sondearlo. Casi instintivamente desplegó el primero de los
recursos que marca el manual del defensor avezado y buscó con su mirada la del
otro a fin de clavarle sus pupilas, si era posible, hasta el mismísimo nervio
óptico del rival. El propio Griffa, apenas llegado a España con la selección,
se había despeinado a propósito para dar los primeros reportajes, ofreciendo
una imagen rústica y descuidada para intimidar al ibérico que tenía que marcar.
El pibe tardó en
darse cuenta de que El Negro lo fulminaba con los carozos y en su cara se
dibujó un gesto de curiosidad que desconcertó a su marcador, que esperaba
esperanzado en que bajara la mirada, para ganar así el primer round.
En eso estaba
cuando sintió el grito de “El Poche” que lo alertaba, debido a que el diez
visitante había tirado el primer pelotazo a su punta. Empezó a retroceder y a
calcular rápidamente el destino, que parecía ser el banderín del corner, y
concluyó en que el balón se iría afuera. Tranquilo, buscó al pibe para ver qué
hacía pero no lo vio -al tiempo que sintió algo semejante a zumbido en su lado
ciego- y, cuando giró, solo pudo registrar el número de la camiseta que volaba
a buscar el pelotazo que había creído perdido. El pánico le pinchó las piernas
y saltó a cerrar la posición, pero era tarde, la carrera del otro había sido
tremenda y cuando la pelota alcanzó las postrimerías de la línea de fondo, el
pibe se tiró al suelo con los pies para detenerla antes de que se fuera. El
Negro se insultó con dureza, porque había tiempo para que el otro se levantara
y, como mínimo, tirara un centro. En el área todos corrían alarmados, girando
las cabezas, buscando a los delanteros rivales que se metían por todos lados.
Cuando miró nuevamente hacia el banderín, el pibe se había enroscado contra el
alambrado con pelota y todo. No había llegado y su cálculo resultó correcto,
pero una cosa había quedado clara: la velocidad del mocoso era impresionante.
-¡Dale
che!, que ya empezó. El reproche del Poche fue inmediato. El Negro le devolvió
una sonrisa mezclada con fastidio. Respiró hondo y se preparó como quien espera
al dentista con la boca abierta y escuchando el ronroneo del torno zumbando en
los oídos. Se venía el vendaval: sabía que ahora el juego visitante se recargaría sobre “su posición”.
Los
pelotazos le llegaban como catapultazos desde cualquier sector del campo y el
Negro debía frenar al rubio como fuera. Empezó por lo tradicional, aferrándose
a la camiseta del once como si fuera un salvavidas y estuviera a punto de
saltar por la borda del Titanic. Claro que no hay agarrón sin manotazos; y,
pronto, antebrazos, manos y dedos se fundieron irreconocibles.
Desplegó gran parte
de su arsenal convencional, antebrazo al pecho, caderazo, hombro ayudado con codo
sobre el torso del pibe, y sobre los veinte minutos, ante un enganche arabesco,
cuando ya se le iba, tal como mandan los manuales, El Negro decidió que era,
obligadamente, el momento del primer patadón. Optó por cruzarlo por abajo y
llevarse al mismo tiempo pelota y tobillo rival: lo ejecutó seguro, al mismo
tiempo que sus cuadriceps fatigados caían sobre el resto de la pierna hábil del
punterito. Fue una patada más psicológica y dolorosa que destructiva; no
buscaba lesionar al rival, pero sí amedrentarlo. El árbitro corrió a los
pitazos hacia el lugar del hecho.
-
La próxima te mato – El Negro dejó caer la frase y se retiró a sus líneas sin mirar al colegiado
que lo rezongaba con dureza. De fondo, la rechifla visitante era estruendosa.
El pibe se levantó y clavó la mirada en la pelota; no parecía asustado ni
tampoco enojado. El gesto de sus cejas revelaba concentración en la faena, como
si estuviera acostumbrado a convivir con la rispidez de esa raza que se
regocijaba en llamarse “marcadores de punta”.
El partido se
reanudó y en los minutos siguientes el de Chabás desplegó un concierto de
piques cortos y explosivos, de carreras largas de área a área, de amagues con y
sin balón, de pases certeros e inteligentes, cortitos al pie del diez para que
armara juego o largos para la entrada de sus delanteros que, a esa altura, ya
se habían errado cuatro goles servidos por ese “demonio rubio”. Y, no conforme
con jugar como los dioses, el chiquito gritaba, pedía la pelota y cantaba los
pases como esos maestros del pool, que anuncian a cuál tronera irá a morir la
bola que luego descansaría inexorablemente en el hueco predicho. Tras esa
ráfaga de juventud y calidad, El Negro se arrastraba como una hoja ocre por las
calles del otoño.
Cerca
de los cuarenta minutos, el fútbol quedó otra vez en poder del diminuto once y
El Negro le salió como toro a la capa roja y, cuando el otro amagó a enganchar
con la derecha hacia el vértice del área, pasó de largo como una mancha confusa
color desconcierto. El verdadero enganche fue con la zurda, y después de dejar
a El Negro en ridículo se metió como una daga, paralelo a la línea de fondo;
cuando El Poche llegó desesperado a cerrar el primer palo esta vez sí enganchó
de derecha, para tomar ángulo, y con un giro extraordinario clavó a la reina
del juego bien arriba, con sello de inatajable, inflando la red y los pulmones
visitantes, que dieron rienda suelta al festejo de la merecida ventaja.
El final de la
etapa llegó piadoso para los golpeados locales que entraron en cansina procesión
a un vestuario mudo. El negro se dejó caer en el banco largo y despintado, que
alguna vez fue rojo y que en ese momento parecía barnizado de carencias. No
quiso participar de los reproches y comentarios que poco a poco se fueron
deslizando, tan cansado estaba que no sintió deseos ni de levantar el bidón para tomar el agua bendita de los
jugadores. Cuando el grupo volvía entre “dales y vamos”, Batata lo agarró del
antebrazo y lo miró a los ojos e intentó preguntar:
-
Querés sal ..- pero el negro no lo dejó terminar. Se
abrazaron y Batata supo que en ese momento no lo sacaba nadie, que El Negro
terminaría la tarde como fuera. Una vez en las malas, a los contradictorios
habitantes de esta tierra nos da un no sé qué heroico que no todos comprenden.
-
Es ese sentimiento que lo llevó a Cruz a ponerse del lado de
Martín Fierro – expliqué. La mesa me miró perpleja, y me di cuenta de que los
ejemplos literarios no impactaban en la audiencia, así que rápidamente seguí el
relato.
Los primeros
minutos del complemento fueron tremendos: los casildenses cargaron sobre el
arco visitante con la furia de un malón pampeano y los de Chabás esperaban
confiados en la contra rápida y profunda que siempre era a través de la joven
promesa de Griffa. A los quince minutos El Negro había cambiado el aire y
repartido otra nueva dosis de agarrones y faltas con pronóstico de boleto fatal
a la ducha tempranera. Ahora insultaba al otro abiertamente y con descaro
cambiando todo tipo de maldiciones y tenebrosas promesas que, si bien no afectaban
al juego del puntero, sí se notaba que lo habían fastidiado.
El minutero corría
y el juego se había empecinado en el duelo titánico en el cual El Negro se
debatía furioso. Utilizó todo; incluso atraer al habilidoso al sector de su
punta donde esperaba el traicionero trébol, para tratar de neutralizar sus
arranques explosivos. A cada finta respondía con las fibras deshilachadas de su
vergüenza deportiva, ofreciendo generoso los calambres y contracturas que,
desde varios minutos atrás, lo martirizaban sin piedad. Había cambiado el aire,
pero no podía cambiar las piernas y pasado el promedio de la etapa, El Negro lo
dejó venir nuevamente hacia la zona de trébol. Pero ésta vez quien resbaló fue
él y, caído en su propia celada, alcanzó a ver cómo con tiro combado al segundo
palo, la virtud de sus colores caía por segunda vez.
Se quedó mirando el cielo,
escuchando el rugido de la multitud, y mientras unos reiteraban el festejo, los
otros respondían con ofensas, descargando la frustración del resultado enumerando
a grandes voces desde conocidas infidelidades conyugales a turbios negocios y
chanchullos supuestamente protagonizados por los del otro bando.
Cuando se reanudó
la contienda la cosa ya era de vida o muerte, y para colmo, entre
desconcertados y desconcertados, los alazanes volvieron a perder el balón, y el
“demonio rubio” partió hacia el tercero sin complicaciones; sólo le faltaba
“limpiar” a El Negro y firmar el pase con el canoso, que sonría complacido en
zona de vestuarios.
Hice una pausa más,
mientras traían otra ronda de Gancia, y algunas voluntades empezaban a sentir
la engañosa felicidad del espíritu que habita en dichos licores.
-
¿Y qué pasó? – preguntó el rubio de flequillo desaparecido
-
Lo debe haber ajusticiado – respondió el del candadito en la
pera mientras daba cuenta de unos palitos. – ahí nomás lo reventás, porque esto
es así, que te expulsen, pero otra vez no pasa. Yo lo liquido ahí nomás y,
después, que me lleven preso – prosiguió.
Así son los códigos
del fútbol, pensé. Siempre ante la pérdida de un partido donde se juega el alma
futbolera, si la cosa no tiene remedio y la derrota es inevitable, el capitán o
el referente del equipo superado termina el juego antes que el resto y en una
especie de inmolación ritual se gana la expulsión que calma a los dioses del
deporte. Y el “respetable” así lo entiende ya que siempre aplaude el gesto del
mártir cuando se retira cabizbajo con la sensación de haber hecho lo que tenía
que hacer.
Esto lo sabía el
Negro y con resignación y bronca, salió a buscar al pibe que se venía, casi
sonriendo, a rematar la tarde. Sólo cuando estaba a pocos metros de El Negro el
chico intuyó la escena preparada, porque los códigos se aprenden desde que uno
ve a la pelota como un globo terráqueo, como un enigma que sólo se devela con
el correr del tiempo y sólo a algunos iluminados. Ya todo estaba dispuesto, y
los presentes contuvieron el aliento ante el sacrificio venidero. La gambeta
fue corta y cuando el pibe arrancó, El Negro ya se había arrojado al piso,
dispuesto a consumar el final. En ese instante se miraron; los dos tenían un
mismo destino de fútbol, la misma esencia del jugador, anónima para uno, de
suplemento deportivo para el otro. La gambeta terminó limpia y a los pocos
metros, antes de disponerse a enfrentar al arquero, el pibe sintió una rara
sensación que le erizaba la piel: mientras definía con el arco vacío supo que
el Negro, deliberadamente no quiso pegarle, que había preferido el gol del
rival antes que la patada consabida.
No lo gritó y entre
el racimo de manos que lo felicitaban miró al otro, con quien cruzó esa tarde
un pedazo de vida, tal vez, para siempre.
Dije que no
recordaba mucho más: el partido se moría y solo quedó tiempo para que, sobre la
hora, el Negro se proyectara por su lateral y, cuando el diez se la dio casi
dividida, con un toque suave con la punta del botín acarició a la redonda.
Luego le pegó con el alma, que era lo único que a esa altura le quedaba en
reserva, y el conjunto de gajos de cuero superó la estirada del arquero y fue a
morir al segundo palo. En ese instante El Negro tuvo la sensación del gol;
cerró los ojos y suplicó y, al cabo de un instante interminable, el silencio le
devolvió el estallido metálico del balón en el caño, y cuando abrió los ojos,
el golero la levantaba con una sola mano y, mientras sonreía, la mostraba a su
parcialidad exultante.
Se encontraron en
la puerta del vestuario, El Negro llegó último mientras caía la tarde en un
abuso de gasas celestes y rosas sobre el horizonte. No se dijeron nada, y el
pibe le tendió la mano firme, sincera; el negro la tomó y con la otra le
revolvió el pelo; se encontraron en ese instante en que uno terminaba sus días
de futbolistas, y el otro los empezaba. No fueron amigos, pero cada uno nunca
olvidó esa tarde y el apretón de manos.
Esa misma noche, el
Negro le confesó a su padre que había jugado su último partido, y que era una
alegría que hubiera estado allí.
Se había hecho un
silencio urbano, esos silencios raros que tienen las calles los días feriados.
Cuando miré a mí alrededor vi que la conserjería completa había escuchado el
final del relato y sonreí. No me dejaron pagar y, cuando me encaminé a la
puerta, un petiso de bigote y voz de compadrito me preguntó si estaba seguro de
que ese había sido el último partido de El Negro. Encogí los hombros y me
despedí. No podía asegurarlo, pero cuando encuentro que un final me gusta,
nunca lo cambio.
1 comentario:
La verdad Emi,muy interesante; cuantas anécdotas con bastantes similitudes de jugadores de la liga; luego lo de los codígos que son tal cual los describis (quizás algunos ya no tan respetados pero que aún persisten con el pasar de los años). Y la moraleja final del relato es fantastica.Cuantas carreras de chicos como el chabasence se hubiesen cortado antes de empezar si el relato terminaba como pretendían los personajes del mismo.
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