lunes, 24 de febrero de 2014

VENEZUELA EN SU LABERINTO

CASILDA, JUEVES 20 DE FEBRERO DE 2014. Es difícil pensar y resumir Venezuela en pocas líneas. Vive horas difíciles. Inflación, desabastecimiento, servicios públicos intermitentes y una fuerte inseguridad. El presidente Maduro afronta protestas masivas organizadas por estudiantes y aprovechadas por una oposición que alienta la caída de su gobierno, y la respuesta oficial ha sido, básicamente, reprimirla. Cómo se ha llegado a ésta situación? La llegada de Hugo Chaves al poder, en 1999, representando a sectores postergados y pauperizados de Venezuela tuvo como resultado el arribo del programa “socialismo siglo xxi”, un modelo que ha sido etiquetado de corte populista. Este programa ha chocado con el modelo de derecha que hasta entonces había manejado los destinos del país y de lo recursos petroleros. Distintas elecciones, siempre controvertidas por sus detractores, le fueron dando a Chaves la posibilidad de construir su visión de país. Al morir el líder el año pasado, su sucesor manifestó la idea de profundizar el modelo. La cuestión es si Maduro profundizó el modelo o radicalizó las diferencias.
En el 2002 un golpe de estado destituyó temporariamente a Hugo Chaves, a quien el apoyo popular lo devolvió a la magistratura. En 2013 Maduro asumió el poder con un 44% de apoyo, pero según encuestas recientes, ese apoyo está en un 23%. Es que los problemas económicos están afectando mayoritariamente a las clases bajas que ven licuado su sueldo y no consiguen además las mercaderías básicas, y sufren la inseguridad en las calles. Las rentas del petróleo, que vale decir que antes se las quedaban unos pocos empresarios, pasaron a las arcas públicas y  fueron empleadas para ayuda social necesaria, pero generaron poca estructura productiva, quizás un equilibrio en estos fines podría haber ayudado. Las decisiones respecto de las tasas y el tipo de cambio también contribuyeron a la crisis. El gobierno acusa golpe de mercados, la oposición acusa al régimen.
Toda construcción política democrática necesita ser legitimada primero en las urnas y el juego de la democracia requiere también la tolerancia de quienes deberán esperar su turno para poder llevar adelante sus ideas. Ahora, puede llegar un gobierno a imponer un modelo profundo con el solo argumento de su triunfo electoral o será necesario además otra legitimidad, la que se nutre y construye de acuerdos con las minorías? Puede la mayoría prescindir del resto cuando se trata de decisiones trascendentes como el modelo de país? Es indudable que en una sociedad plural hay diferencias y no hay que temer los desacuerdos, que de hecho son muchos, pero cuanto más importante la decisión política, más necesario será que la sociedad tenga pisos básicos de consensos.

Venezuela es un bocado apetitoso para propios y vecinos, a nadie escapa que el gobierno chavista dejó fuera de juego enormes intereses que pugnan por recuperar sus lugares de privilegio, así como intereses intrínsecos al gobierno luchan por mantener los propios. En el medio hay gente honesta e inocente que adhiere a uno otro sector. Al radicalizar las diferencias, al construir sin diálogo, Maduro ha radicalizado la oposición de los sectores medios y altos, que además son usados por aquellos que solo pretenden recuperar sus prebendas, generando a su vez una visión reducida y peyorativa de la visión total del chavismo; pero en la protestas también hay sectores humildes jaqueados por la crisis, algo que el régimen no lee. En un juego de suma cero unos ganan todo y otros pierden todo, en democracias presidencialistas fuertes no hay válvulas de escape como quizás se encuentren en un parlamentarismo que nos resulta ajeno a los americanos. Si Maduro piensa que es una situación que solo se resolverá acallando las protestas con violencia, que ya no se sabe si domina, entonces tiene los días contados y el mayor o menor tiempo que tenga se comprará con víctimas. Se necesita parar, se necesita encuentro y diálogo de todos, pues la caída del país los arrastrará a todos por igual. Quizás la intervención de los foros internacionales, a menudo ineficientes, pueda aportar una mediación. Es más que nada un deseo. Para un país hermano en momentos cruciales, atravesando un laberinto de fuego. 



AQUELLOS CÓDIGOS

La conserjería del Club era una romería y el único mozo trajinaba hacia todos los rincones; busqué, en una de sus pasadas, un gesto de fastidio mal disimulado entre la boca y las cejas, pero no, al tipo parecía no molestarlo el barullo y la confusión. Yo no era de la ciudad pero tenía buenos amigos en Casilda, y uno de ellos me llevó a matar minutos a la sede social del club Alumni.
            Nos sentamos en una mesa larga dispuesta para la charla y la televisión, así que sin darme cuenta, pronto estuve enfrascado en conversaciones ajenas en las que me limitaba a afirmar con la cabeza cuando el asunto lo requería, o sonreír beatífico si no quería discrepar. No es que me molestara la polémica, pero un recién llegado debe respetar ciertos códigos, y no me pareció que correspondiera clavar alguna opinión punzante antes de acabado el primer Gancia.
            Sobre la pared que daba al gimnasio se recostaban los armarios que exhibían trofeos de distintos tamaños, prueba de un pasado glorioso que todo Club posee, y Alumni no era la excepción. En la misma pared, del otro la de la puerta que la dividía en dos, colgaban las fotos de deportistas seguramente caros al sentimiento albirojo: caras sonrientes para el patín y la natación, gestos adustos y fieros en las formaciones de fútbol, sin importar si se trataba de la primera campeona en 1981 o la sexta división de un año que no advertí. En una de las formaciones retratadas reconocí al “Negro” y pregunté a mis casuales compañeros de mesa, mucho más por curiosidad que por cortesía, acerca de la suerte que la vida le había reservado.
            El primero en contestar fue un tipo de voz peculiar,  entre ronca y pastosa, que apuraba con entusiasmo una combinación de aperitivos que, imaginé, debía figurar como prohibida en algún catálogo de la Organización Mundial de la Salud.
– Ahí está, bien. Qué sé yo, ... como todos, peleándola con el almacén de los viejos, pero bien. Ese sí que la hizo bien.
            Yo acoté que pelearle a la vida era una cuestión que venía con el pasaporte argentino, junto con la imagen del escudo, y arranqué un par de sonrisas que ayudaron a que dos socios se arrimaran a la conversación.
-                     Se la rebusca. Siempre se la rebuscó bien- dijo uno de los nuevos, medio rubio y con una calvicie que venía ganado por goleada. –Tiene cierta facilidad para los negocios, así que siempre encuentra alguna oportunidad- agregó.
-                     ¡Especialmente con las minas!- dijo un tercero, mientras se tocaba los pelos de una barba tipo candadito, a lo Batistuta,  de la que parecía muy orgulloso.
Así me contaron, años más años menos, que El Negro había hecho su vida en la ciudad después de un paso por Rosario para probar qué era eso de la vida de estudiante, y luego siguieron una serie de anécdotas y hazañas juveniles ganadas con esfuerzo, donde el sexo opuesto aparecía con frecuencia. También se recordó al jugador. El Negro había sido defensor y siempre hubo grandes expectativas para cuando llegara a la primera del Club.
-                     Creo que conozco una historia del Negro en el fútbol – dije- Un día en que Alumni jugó con Huracán de Chabás, el cuadro de Cooper, ¿no?-  Las cabezas afirmaron en coro, pero yo ya sabía la respuesta, la pregunta era solo para ganar puntos con los muchachos y porque así son los códigos; no puede caer uno y saber todo, al menos no antes de terminado el primer Gancia, que ya se moría en los vasos de todos. Con la mirada dentro del vaso vacío, dejé caer el anzuelo.
-                     Contala, dale  contala – apuró el de la voz ronca y pastosa. Así que con poca audiencia y mucho murmullo de ambiente, empecé el relato. ¿Ya comenté que mi vieja era profesora de literatura? Bueno, lo es, de ella saqué el gusto por la lectura y de  mi viejo, el placer de contar historias. La pasión por el fútbol vino con mis amigos y los potreros del pueblo donde me crié.
Era un domingo primaveral – Inicié - y El Negro había tenido un sábado habitual, de esos que incluían asado y vino con los amigos, algunas horas en el bar del centro con su novia, la vuelta a casa de los padres de ella y un zaguán feroz, de esos que  te dejan con la ropa amontonada y en lugares tan inesperados que aún teniendo la remera puesta uno no la encuentra. Después de  la despedida obligada “porque mañana tengo que jugar”, El Negro se encaminó decidido a “Arquus”, la confitería de la ciudad, y se reencontró con los facinerosos de sus amigos para comentar las peripecias de la noche. Era obvio que estaba expuesto a ser visto por una doble vigilancia: los controles endebles del cuerpo técnico del Club y la aguda guardia montada por las amigas de su novia, cuya simpatía difícilmente podría haberse ganado, más aún cuando aquella noche se fue con una gringa que lo había esperado impaciente. Que se enterara su novia no le preocupaba, ya inventaría algo; pero con el Club era distinto. No le preocupaba su rendimiento deportivo, pero el técnico era amigo de la familia de toda la vida y hay códigos que mantener. Aunque no respetaba la veda sabatina, tampoco era cuestión de que se enterara todo el mundo. “Códigos de vestuario”, decía El Negro con seriedad y convencimiento.
Cuando cruzó la plaza de regreso a su casa, clareaba, por no decir que ya era día puesto y mientras el párroco consagraba las Hostias en la misa de las siete, El Negro caía demolido en su pieza.
En ese momento detuve el relato y el de barbita tomó uno de los vasos vacíos de la mesa y lo levantó agitándolo hacia la barra mientras con la otra mano trazaba un círculo en el aire que nos envolvía a todos. La mesa esta separada de la barra por una distancia no superior a dos pasos, y hubiera sido más fácil pedir otra vuelta de Gancia sin necesidad de elevar la voz; pero el gesto no sólo era un pedido, era también una señal de confianza con el conserje. Códigos de salón que todos respetamos.
La interrupción me sirvió para subir la expectativa, y continué:
Cuando la madre lo despertó, El Negro sintió un hormigueo en todo el cuerpo que no era buen presagio Ya en la mesa,  los tallarines le parecieron cordones de cuero y, durante todo el almuerzo sintió los dos ojos de El Negro grande,  su papá, clavados en el sentimiento de culpa que lo acosaba. No hablaron,  y cuando su hijo se despidió para a ir a la cancha, le revolvió el pelo y le dijo: “Hoy te voy a ver”.
¡Para qué! Eso lo descolocó definitivamente y cuando llegó a la cancha El Negro se fue derecho a ver a Batata. El técnico se aprestaba a dar la charla técnica y perseguía a sus dispersos jugadores con la experiencia de un arriero patagónico.
Entre su casa y “Plaza Simonetta”, que era la manzana donde se emplazaba la vieja cancha de Alumni, El Negro había elaborado un plan de emergencia. La relación con su padre no era un camino tapizado por pétalos de rosa, pero “el viejo es el viejo”, pensaba, y no podía permitir que lo viera hacer papelones dentro de la cancha. El Negro padre también había jugado al fútbol.
-                     Batata, tenemos que hablar-, la voz del negro era un gruñido apenas perceptible y los ojos grises de Batata lo miraron con curiosidad. – Mandame al banco que hoy no estoy para jugar- El pedido fue casi una súplica.
-                     Dejate de joder- replicó Batata, - No nos jugamos nada pero Huracán viene bien y de locales tenemos nuestras obligaciones. Vos sabés, además hoy ...
El Negro lo cortó en seco: “Viene mi viejo a la cancha y no quiero amargarle el domingo. Por favor te pido, mandame al banco que no estoy para el sol de hoy. Mirá qué sol; ¿podés creer? ¡ni que fuera diciembre!”
Batata lo rodeó con el brazo y le mostró el vestuario visitante  al tiempo que decía: “Ves al de la cabeza canosa, el de cabeza de ajo?” El negro afirmó con la cabeza. ¿Cómo se llama el Señor de las canas, que dicho sea de paso es amigo mío y conocido de tu viejo? En ese instante, el del pelo canoso se dio vuelta y reveló la identidad de un viejo alumnista que trabajaba en el fútbol grande, en Rosario.
-          El Coque- dijo El Negro, -¿Qué carajo hace acá?
-                     A vos no te viene a ver, quedate tranquilo- Batata masculló una sonrisa irónica. -Viene a ver al pibito de Chabás, el puntero ese que es más rápido que René Laván con las cartas.
-                     ¿Y?
-                     Que lo vas a marcar vos. No me podés fallar -  sentenció.
Mientras Jorge Bernardo Griffa hablaba con un chico muy joven con la camiseta de Chabás, El Negro sentía que se le aclaraba la piel, y cuando entró al vestuario a cambiarse, las medias blancas le combinaban con el gris del rostro. No era miedo, al menos yo lo llamo “síndrome de responsabilidad tardía”, algo muy argentino.
El calentamiento previo fue el normal, tranquilo; pero El Negro transpiraba mares por la frente y la espalda, y cuando se prepararon para salir al campo, el sudor era una mortaja fría que ya le cubría el cuerpo entero.
La hinchada de Alumni era una fiesta, y si bien el equipo transitaba una posición expectante en la tabla, ni lejos ni cerca de los punteros, los “alazanes” -así se los llamaba- desplegaron todo el folclore de su pintoresca localía. Cuando la fila india de jugadores se lanzó en estampida al círculo central, la lluvia de papelitos de la cabecera fue estremecedora. Mientras, el aire se llenaba con las estrofas gloriosas que rezaban “Será siempre El Pata Blanca, el campeón del oficial”.
En la otra cabecera, los de Huracán sonreían confiados, venían punteros junto con los dos de Arequito y, además, el pibito la estaba rompiendo, hasta el punto que se rumoreaba que esa mañana, cerca de las ocho, Jorge Griffa se había aparecido en la casa de la familia junto con un ayudante y, durante horas y horas, presentaron a todos de las ventajas de jugar en la Lepra rosarina. Incluso se decía que el loco callado que acompañaba a Griffa conocía las estadísticas del veloz puntero chavatense, como si fueran publicadas todas semanas en “El Gráfico”. Y más aun: se decía que Griffa “estaba” en la cancha.
Los jugadores evolucionaban sobre el campo en distintas direcciones en una especie de locura admitida, ya que cada uno realizaba una veloz  y corta carrera en cualquier dirección, como si una descarga eléctrica los alcanzara repentinamente. De reojo todos miraban al rival que andaba en cosas parecidas, y mientras algunos zapateaban con firmeza, como queriendo comprobar la solidez del suelo, otros se contorsionaban  en cabriolas que buscaban flexibilizar la masa muscular.
El Negro se dirigió silencioso hacia la punta derecha de la defensa local y mientras buscaba ubicarse, “relojeaba” el alambrado. El otro Negro, su viejo,  ya estaba prendido al tejido, y los ojos entornados de los dos se encontraron por un instante. El más joven parpadeó y buscó concentración inspeccionando el terreno que sería su valuarte; la evaluación le provocó un imperceptible respingo, cerca de la línea de cal la cancha estaba pelada;  recién a medio paso hacia el centro empezaban a aparecer unas matas que se iban incrementando hasta tejer un duro tapiz y, ¡atención!, a la altura del área chica un manchón de trébol verde y fresco ocupaba una buena franja perpendicular a la raya de fondo.
El árbitro, de riguroso negro -tal como se estilaba- se paró en el círculo central. Era un criollo de mediana estatura y con el pelo engominado, incluso podría pensarse que más que fijador se había dado una mano de alquitrán. Miró inquieto hacia la zona de vestuarios y, luego, al rubiecito del “Globo”. El pibito tenía que lucirse por necesidad y, en consecuencia, su arbitraje tenía un problema por obligación, ya que los locales venderían cara la función que le tocaba administrar. Se fijó en el “cuatro” local, un morocho pintón que lucía flaco para ser marcador central y un poco grandote para marcador de punta. Encima, en los resoplidos nerviosos que dejaba escapar, Juárez -así se llamaba el juez- advirtió que El Negro estaba lejos de una condición física óptima y pensó para sí mismo “No termina los noventa ni a palos”.
Maquinalmente comprobó que en cada bolsillo, una tarjeta amarilla y otra roja, estaban listas para ser desenfundadas. Luego se fijó en la nutrida parcialidad local y finalmente, su mirada se clavó en los dos policías que charlaban a la altura de los respectivos bancos de relevos. Los uniformes, ayer azules hoy celestes de tantas lavadas, no podían ocultar dos prominentes barrigas.
Con el rabillo del ojo vio que los líneas habían terminado con el rito de controlar la salud de las redes y ya se ubicaban en sus posiciones. Inspiró fuerte y clavó un pitazo que hizo girar las cabezas de casi todos los presentes.
Mientras la moneda revoloteaba en el aire como una mariposa cromada, El Negro empezó a estudiar al rubio que lo miraba desde la frontera de medio campo. Se notaba que era todavía un chico, que le faltaba crecer y desarrollarse. También se notaba en él una confianza tremenda, cimentada en la rapidez de su gambeta demoledora y en una zurda acostumbrada a trazar filigranas  elegantes.
Los chabatenses ganaron el sorteo y eligieron saque. El referí miró al capitán alazán y espetó: “¿Arco?” El rojiblanco miró hacia el arco que ya ocupaba  su guardameta; siempre empezaban jugando sobre esa cabecera de la plaza Simonetta.
Cada equipo ocupaba ya su campo; Alumni vestía pantalón rojo, camiseta ajustada al torso con anchas franjas rojas y blancas y por supuesto, medias blancas; todo blanco y finos vivos  rojos para la visita.
En la boletería se apiñaban los remolones que habían llegado tarde por quedarse dormidos, culpables en su mayoría de una noche prolongada, quienes, cuando un rugido multitudinario saltó los tapiales de la cancha, comprendieron que el partido había empezado.
Las primeras jugadas fueron ganadas por esa confusión que genera la excitación y el nerviosismo del comienzo y las imprecisiones eran seguidas por la muchedumbre con tempranos suspiros de desilusión cuando los intentos no prosperaban. El negro veía la cosa de lejos ya que el juego no había derivado hacia su sector. Mientras tanto, el pibe de Chabás parecía desconcentrado y seguía alternadamente lo que pasaba tanto en la cancha como el espectáculo de las tribunas. El negro se alegró; quizás el marco había impactado al chico, más aun con la presencia de quienes venían a sondearlo. Casi instintivamente desplegó el primero de los recursos que marca el manual del defensor avezado y buscó con su mirada la del otro a fin de clavarle sus pupilas, si era posible, hasta el mismísimo nervio óptico del rival. El propio Griffa, apenas llegado a España con la selección, se había despeinado a propósito para dar los primeros reportajes, ofreciendo una imagen rústica y descuidada para intimidar al ibérico que tenía que marcar.
El pibe tardó en darse cuenta de que El Negro lo fulminaba con los carozos y en su cara se dibujó un gesto de curiosidad que desconcertó a su marcador, que esperaba esperanzado en que bajara la mirada, para ganar así el primer round.
En eso estaba cuando sintió el grito de “El Poche” que lo alertaba, debido a que el diez visitante había tirado el primer pelotazo a su punta. Empezó a retroceder y a calcular rápidamente el destino, que parecía ser el banderín del corner, y concluyó en que el balón se iría afuera. Tranquilo, buscó al pibe para ver qué hacía pero no lo vio -al tiempo que sintió algo semejante a zumbido en su lado ciego- y, cuando giró, solo pudo registrar el número de la camiseta que volaba a buscar el pelotazo que había creído perdido. El pánico le pinchó las piernas y saltó a cerrar la posición, pero era tarde, la carrera del otro había sido tremenda y cuando la pelota alcanzó las postrimerías de la línea de fondo, el pibe se tiró al suelo con los pies para detenerla antes de que se fuera. El Negro se insultó con dureza, porque había tiempo para que el otro se levantara y, como mínimo, tirara un centro. En el área todos corrían alarmados, girando las cabezas, buscando a los delanteros rivales que se metían por todos lados. Cuando miró nuevamente hacia el banderín, el pibe se había enroscado contra el alambrado con pelota y todo. No había llegado y su cálculo resultó correcto, pero una cosa había quedado clara: la velocidad del mocoso era impresionante.
            -¡Dale che!, que ya empezó. El reproche del Poche fue inmediato. El Negro le devolvió una sonrisa mezclada con fastidio. Respiró hondo y se preparó como quien espera al dentista con la boca abierta y escuchando el ronroneo del torno zumbando en los oídos. Se venía el vendaval: sabía que ahora el juego visitante  se recargaría sobre “su posición”.
            Los pelotazos le llegaban como catapultazos desde cualquier sector del campo y el Negro debía frenar al rubio como fuera. Empezó por lo tradicional, aferrándose a la camiseta del once como si fuera un salvavidas y estuviera a punto de saltar por la borda del Titanic. Claro que no hay agarrón sin manotazos; y, pronto, antebrazos, manos y dedos se fundieron irreconocibles.
Desplegó gran parte de su arsenal convencional, antebrazo al pecho, caderazo, hombro ayudado con codo sobre el torso del pibe, y sobre los veinte minutos, ante un enganche arabesco, cuando ya se le iba, tal como mandan los manuales, El Negro decidió que era, obligadamente, el momento del primer patadón. Optó por cruzarlo por abajo y llevarse al mismo tiempo pelota y tobillo rival: lo ejecutó seguro, al mismo tiempo que sus cuadriceps fatigados caían sobre el resto de la pierna hábil del punterito. Fue una patada más psicológica y dolorosa que destructiva; no buscaba lesionar al rival, pero sí amedrentarlo. El árbitro corrió a los pitazos hacia el lugar del hecho.
            - La próxima te mato – El Negro dejó caer la frase y  se retiró a sus líneas sin mirar al colegiado que lo rezongaba con dureza. De fondo, la rechifla visitante era estruendosa. El pibe se levantó y clavó la mirada en la pelota; no parecía asustado ni tampoco enojado. El gesto de sus cejas revelaba concentración en la faena, como si estuviera acostumbrado a convivir con la rispidez de esa raza que se regocijaba en llamarse “marcadores de punta”.
El partido se reanudó y en los minutos siguientes el de Chabás desplegó un concierto de piques cortos y explosivos, de carreras largas de área a área, de amagues con y sin balón, de pases certeros e inteligentes, cortitos al pie del diez para que armara juego o largos para la entrada de sus delanteros que, a esa altura, ya se habían errado cuatro goles servidos por ese “demonio rubio”. Y, no conforme con jugar como los dioses, el chiquito gritaba, pedía la pelota y cantaba los pases como esos maestros del pool, que anuncian a cuál tronera irá a morir la bola que luego descansaría inexorablemente en el hueco predicho. Tras esa ráfaga de juventud y calidad, El Negro se arrastraba como una hoja ocre por las calles del otoño.
            Cerca de los cuarenta minutos, el fútbol quedó otra vez en poder del diminuto once y El Negro le salió como toro a la capa roja y, cuando el otro amagó a enganchar con la derecha hacia el vértice del área, pasó de largo como una mancha confusa color desconcierto. El verdadero enganche fue con la zurda, y después de dejar a El Negro en ridículo se metió como una daga, paralelo a la línea de fondo; cuando El Poche llegó desesperado a cerrar el primer palo esta vez sí enganchó de derecha, para tomar ángulo, y con un giro extraordinario clavó a la reina del juego bien arriba, con sello de inatajable, inflando la red y los pulmones visitantes, que dieron rienda suelta al festejo de la merecida ventaja.
El final de la etapa llegó piadoso para los golpeados locales que entraron en cansina procesión a un vestuario mudo. El negro se dejó caer en el banco largo y despintado, que alguna vez fue rojo y que en ese momento parecía barnizado de carencias. No quiso participar de los reproches y comentarios que poco a poco se fueron deslizando, tan cansado estaba que no sintió deseos ni de levantar el  bidón para tomar el agua bendita de los jugadores. Cuando el grupo volvía entre “dales y vamos”, Batata lo agarró del antebrazo y lo miró a los ojos e intentó preguntar:
-          Querés sal ..- pero el negro no lo dejó terminar. Se abrazaron y Batata supo que en ese momento no lo sacaba nadie, que El Negro terminaría la tarde como fuera. Una vez en las malas, a los contradictorios habitantes de esta tierra nos da un no sé qué heroico que no todos comprenden.
-                     Es ese sentimiento que lo llevó a Cruz a ponerse del lado de Martín Fierro – expliqué. La mesa me miró perpleja, y me di cuenta de que los ejemplos literarios no impactaban en la audiencia, así que rápidamente seguí el relato.
Los primeros minutos del complemento fueron tremendos: los casildenses cargaron sobre el arco visitante con la furia de un malón pampeano y los de Chabás esperaban confiados en la contra rápida y profunda que siempre era a través de la joven promesa de Griffa. A los quince minutos El Negro había cambiado el aire y repartido otra nueva dosis de agarrones y faltas con pronóstico de boleto fatal a la ducha tempranera. Ahora insultaba al otro abiertamente y con descaro cambiando todo tipo de maldiciones y tenebrosas promesas que, si bien no afectaban al juego del puntero, sí se notaba que lo habían fastidiado.
El minutero corría y el juego se había empecinado en el duelo titánico en el cual El Negro se debatía furioso. Utilizó todo; incluso atraer al habilidoso al sector de su punta donde esperaba el traicionero trébol, para tratar de neutralizar sus arranques explosivos. A cada finta respondía con las fibras deshilachadas de su vergüenza deportiva, ofreciendo generoso los calambres y contracturas que, desde varios minutos atrás, lo martirizaban sin piedad. Había cambiado el aire, pero no podía cambiar las piernas y pasado el promedio de la etapa, El Negro lo dejó venir nuevamente hacia la zona de trébol. Pero ésta vez quien resbaló fue él y, caído en su propia celada, alcanzó a ver cómo con tiro combado al segundo palo, la virtud de sus colores caía por segunda vez.
            Se quedó mirando el cielo, escuchando el rugido de la multitud, y mientras unos reiteraban el festejo, los otros respondían con ofensas, descargando la frustración del resultado enumerando a grandes voces desde conocidas infidelidades conyugales a turbios negocios y chanchullos supuestamente protagonizados por los del otro bando.
Cuando se reanudó la contienda la cosa ya era de vida o muerte, y para colmo, entre desconcertados y desconcertados, los alazanes volvieron a perder el balón, y el “demonio rubio” partió hacia el tercero sin complicaciones; sólo le faltaba “limpiar” a El Negro y firmar el pase con el canoso, que sonría complacido en zona de vestuarios.
Hice una pausa más, mientras traían otra ronda de Gancia, y algunas voluntades empezaban a sentir la engañosa felicidad del espíritu que habita en dichos licores.
-          ¿Y qué pasó? – preguntó el rubio de flequillo desaparecido
-                     Lo debe haber ajusticiado – respondió el del candadito en la pera mientras daba cuenta de unos palitos. – ahí nomás lo reventás, porque esto es así, que te expulsen, pero otra vez no pasa. Yo lo liquido ahí nomás y, después, que me lleven preso – prosiguió.
Así son los códigos del fútbol, pensé. Siempre ante la pérdida de un partido donde se juega el alma futbolera, si la cosa no tiene remedio y la derrota es inevitable, el capitán o el referente del equipo superado termina el juego antes que el resto y en una especie de inmolación ritual se gana la expulsión que calma a los dioses del deporte. Y el “respetable” así lo entiende ya que siempre aplaude el gesto del mártir cuando se retira cabizbajo con la sensación de haber hecho lo que tenía que hacer.
Esto lo sabía el Negro y con resignación y bronca, salió a buscar al pibe que se venía, casi sonriendo, a rematar la tarde. Sólo cuando estaba a pocos metros de El Negro el chico intuyó la escena preparada, porque los códigos se aprenden desde que uno ve a la pelota como un globo terráqueo, como un enigma que sólo se devela con el correr del tiempo y sólo a algunos iluminados. Ya todo estaba dispuesto, y los presentes contuvieron el aliento ante el sacrificio venidero. La gambeta fue corta y cuando el pibe arrancó, El Negro ya se había arrojado al piso, dispuesto a consumar el final. En ese instante se miraron; los dos tenían un mismo destino de fútbol, la misma esencia del jugador, anónima para uno, de suplemento deportivo para el otro. La gambeta terminó limpia y a los pocos metros, antes de disponerse a enfrentar al arquero, el pibe sintió una rara sensación que le erizaba la piel: mientras definía con el arco vacío supo que el Negro, deliberadamente no quiso pegarle, que había preferido el gol del rival antes que la patada consabida.
No lo gritó y entre el racimo de manos que lo felicitaban miró al otro, con quien cruzó esa tarde un pedazo de vida, tal vez, para siempre.
Dije que no recordaba mucho más: el partido se moría y solo quedó tiempo para que, sobre la hora, el Negro se proyectara por su lateral y, cuando el diez se la dio casi dividida, con un toque suave con la punta del botín acarició a la redonda. Luego le pegó con el alma, que era lo único que a esa altura le quedaba en reserva, y el conjunto de gajos de cuero superó la estirada del arquero y fue a morir al segundo palo. En ese instante El Negro tuvo la sensación del gol; cerró los ojos y suplicó y, al cabo de un instante interminable, el silencio le devolvió el estallido metálico del balón en el caño, y cuando abrió los ojos, el golero la levantaba con una sola mano y, mientras sonreía, la mostraba a su parcialidad exultante.
Se encontraron en la puerta del vestuario, El Negro llegó último mientras caía la tarde en un abuso de gasas celestes y rosas sobre el horizonte. No se dijeron nada, y el pibe le tendió la mano firme, sincera; el negro la tomó y con la otra le revolvió el pelo; se encontraron en ese instante en que uno terminaba sus días de futbolistas, y el otro los empezaba. No fueron amigos, pero cada uno nunca olvidó esa tarde y el apretón de manos.
Esa misma noche, el Negro le confesó a su padre que había jugado su último partido, y que era una alegría que  hubiera estado allí.

Se había hecho un silencio urbano, esos silencios raros que tienen las calles los días feriados. Cuando miré a mí alrededor vi que la conserjería completa había escuchado el final del relato y sonreí. No me dejaron pagar y, cuando me encaminé a la puerta, un petiso de bigote y voz de compadrito me preguntó si estaba seguro de que ese había sido el último partido de El Negro. Encogí los hombros y me despedí. No podía asegurarlo, pero cuando encuentro que un final me gusta, nunca lo cambio.